En abril de 1973 se publicó ‘Catch a fire’, el disco de The Wailers, que significo para el ‘reggae’ lo que el debut de The Beatles para el pop
Quizás la definición más ajustada de lo que significa Catch a fire sea la del periodista David Sinclair. “Hizo por el reggae lo que Please, please me, el primer disco de The Beatles, había hecho por el pop una década antes». Es decir, apareció de repente y presentó a los que lo escuchaban un mundo lleno de posibilidades que estaba ahí, pero desconocían. Se cumplen ahora 47 años desde que llegó a las tiendas. En realidad, en su momento fue casi un fracaso. Publicado en abril de 1973, la primera tirada apenas colocó 14.000 copias. Entró de puntillas en las listas estadounidenses, no pasó del puesto 171, y ni siquiera pisó las británicas. Pero, con el tiempo, fue tremendamente influyente e introdujo un nuevo aroma en la música popular de todos los continentes. Una fuerza tan poderosa que casi medio siglo después es detectable en todos los estilos, del pop a la electrónica. Y fue el primer paso para la creación de un mito: Bob Marley, el jamaicano más famoso de la historia.
Resulta chocante pensar que antes de Catch a fire, la presencia del reggae en occidente era anecdótica. En Jamaica era una fuerza desde 1968, pero fuera se limitaba a dar éxitos ocasionales que el público consideraba como curiosidades exóticas. Un año antes, la banda sonora de The Harder they come había calado con fuerza, pero se había quedado allí. En aquel momento era el protagonista del filme, el carismático Jimmy Cliff, quien tenía todas las papeletas para ser la primera estrella internacional del reggae. En los sesenta, la música salida de Jamaica había servido, eso sí, para fundar el imperio de un personaje fundamental en esta historia: Chris Blackwell, vástago de una familia blanca que había amasado una fortuna durante el periodo colonial británico. Sus padres le habían mandado a Inglaterra porque en la isla caribeña era un bala perdida. En Londres creó una discográfica, Island, que en principio vendía discos jamaicanos a la amplia comunidad procedente de aquella isla asentada en Reino Unido. Uno de esos singles, My boy lollipop, se convirtió en un enorme éxito y con el dinero ganado por las millones de copias vendidas el sello creció exponencialmente. A principios de los setenta, Blackwell estaba en otra cosa: Cat Stevens, Free, Jethro Tull. Eso era lo que le interesaba para Island.
Hace diez años, el propio Blackwell, ya retirado en Jamaica, me contaba en una entrevista su primer encuentro con The Wailers. Un trío de Kingston compuesto por Peter Tosh, Bunny Wailer y Bob Marley, tres rastafaris veinteañeros que llevaban en marcha alrededor de una década y habían publicado cuatro discos en Jamaica, donde eran superestrellas. Sobre todo, desde que habían abrazado la rebel music: Reggae con un alto contenido de denuncia.
Según la versión de Blackwell, los Wailers se presentaron por sorpresa en su despacho en el otoño de 1972. “Mi secretaria me dijo: ‘Tres caballeros jamaicanos han venido a verle’. Le contesté que les dejara pasar y de repente se plantaron allí. Eran muy imponentes, daban miedo. En Jamaica todo el mundo les conocía, pero nadie quería trabajar con ellos. Bob Marley tenía fama de rebelde, de incontrolable”. Los Wailers habían estado de gira por Reino Unido como teloneros del texano Johnny Nash, posiblemente el primer cantante fuera de Jamaica que había prestado atención al reggae. Él y su manager, Danny Sims, fueron los primeros en ver en el potencial de Marley, con quien llevaba trabajando desde 1968. Aquel día, Marley le contó a Blackwell que se habían quedado tirados en Londres sin medios para regresar a Kingston. Básicamente querían dinero. “Me dijo que les habían dicho que si alguien era capaz de ayudarles en la ciudad, ese era yo. Me propuso grabar un disco a cambio de un adelanto. Yo les extendí allí mismo un cheque de 4.000 libras, más que nada para quitármelos de encima. Nunca pensé que sacaría algo de aquello, pero a los cuatro meses volvió Bob con Catch a fire”.
«Marley me propuso grabar un disco a cambio de un adelanto. Yo les extendí allí mismo un cheque de 4.000 libras, más que nada para quitármelos de encima. Nunca pensé que sacaría algo de aquello, pero a los cuatro meses volvió Bob con Catch a fire”. (Chris Blackwell, dueño de Island Records)
Habían grabado el álbum en tres diferentes estudios de Kingston. Comparado con sus anteriores discos se notaba que esta vez tenían dinero. La banda había sido reforzada con los hermanos Aston y Carlton Barret, al bajo y la batería. Siete de las canciones estaban firmadas por Marley y las dos restantes por Peter Tosh. Algunas eran ya conocidas, como 400 years, que aparecía en Soul rebels (1970).
Cuando Blackwell escuchó las cintas jamaicanas de Catch a fire vio el potencial. Podía colocar el disco al público del rock. Eso sí, Marley, que había ido personalmente a Londres a presentárselas, debía acceder a retocarlo al gusto occidental. Se trataba de hacerlo menos rítmico y áspero, más atmosférico e hipnótico. Según sus detractores lo que hicieron fue «azucararlo». Cuentan los implicados que Marley, que había pasado una temporada viviendo con su madre en Estados Unidos trabajando en la fábrica de Chrysler, en Wilmington, Delaware, y conocía los gustos del público americano era el primer interesado en los cambios. «El experimento consistía en conseguir que Bob lo petara en EE. UU. Así que intentamos meter instrumentos que el público estadounidense reconociera. Y Bob estaba dispuesto”, contaba el teclista de sesión John Rabbit Bundrick. “En el intento de tender un puente entre el reggae jamaicano y el americanizado lo único que hice fue repetir lo que Bob me decía que tenía que hacer”.
Aquí se puede escuchar el disco entero.
El mismo Marley definió lo que tenía que ser el reggae de una forma muy expresiva. “Debe golpearte, pero no hacerte daño”, dijo. Lo bueno del reggae era que en él podía condensar todo lo que llevaba escuchando durante años: intrincadas armonías vocales, mento ska, soul, r&b, rock, pop, gospel, percusiones africanas, cánticos rastafaris… “Bob, Pete y yo pensábamos que teníamos que encontrar una fórmula para ser aceptables. Así que lo que hicimos fue rebajar el ritmo que está en los principios básicos del reggae”, explicaba Bunny Wailer. «Pusimos un poco de color aquí y allá, y sin renunciar a lo que era, lo hicimos atractivo para el mercado internacional”. Blackwell, que en el álbum figura como coproductor, decía que fue más un «traductor» de los deseos de Marley. “Francamente, cuando escucho ahora las cintas crudas creo que la versión original era mejor. Pero en aquel momento, en el que intentábamos llegar a un mercado concreto nuestra versión era más adecuada a nuestras ambiciones”, explicaba.
El vinilo original venía metido en una cubierta que simulaba un gigantesco mechero Zippo. Era incómoda, pero llamativa. Y muy diferente a las habituales, que parecían postales de turismo de Jamaica. Decía: «esto es distinto». Se imprimieron 20.000 copias con ese diseño y el disco era atribuido a The Wailers. Demasiado caro de producir. En la portada de las siguientes tiradas aparecía en portada una foto del cantante fumando un porro y el álbum lo firmaban Bob Marley and The Wailers. Era el comienzo de la mitificación de Bob Marley, al que se empezó a vender como la primera estrella del rock salida del tercer mundo. El Bob Dylan negro. El Che Guevara del rock.
Marley aseguraba que si eso servía para extender su mensaje, una mezcla de misticismo rasta y poética revolucionaria, todo estaba bien. Los Wailers eran rastafaris, una secta panafricanista nacida en Jamaica pero extremadamente mal vista en la isla. Los rastas eran considerados vagos, delincuentes siempre colocados. Fumar ganja, marihuana, era parte de su credo. Tipos duros. “No podía llevarle a emisoras de radio, no dejaban entrar a rastas en aquella época”, explicaba Danny Simms, el manager americano de Marley. “Pero alguien que no pusiera su música ponía en peligro su vida. Porque había tíos con Bob que él no controlaba, que le idolatraban como a un dios. Así que si alguien hacía cualquier cosa que a Bob no le gustase no hacía falta que dijera ‘ve a por este tío’. No tenía que ponerse duro, los tipos que iban con él eran duros. Podían amenazar a un dj de la radio para que pusiese sus discos. O meterle en un maletero y llevarle por pistas de tierra y dejarle abandonado. Eso hizo las cosas un poco más fáciles para Bob. Aunque, insisto, él no tenía nada que ver con ello”.
El experimento consistía en conseguir que Bob lo petara en EE UU. Así que intentamos meter instrumentos que el público estadounidense reconociera. Y Bob estaba dispuesto”, John Rabbit Bundrick (músico de sesión)
Marley, además, era mulato. Su padre, al que nunca conoció, era un jamaicano blanco que decía haber sido militar en el ejército británico. Su madre, una adolescente negra de 18 años criada en una plantación. Por esa mezcla había sufrido racismo de blancos y de negros. En su caso ser aceptado más que una cuestión de ambición era un asunto de pura supervivencia. Ser tenido en cuenta era una necesidad. ”La palabra Wail significa llorar, lamentarse. Wailer significa expresar tus sentimientos en voz alta”, explicaba Bunny Wailer. Más en el duro ambiente de Trench Town, la barriada chabolista de Kingston en la que se movían The Wailers. La jungla de hormigón de la que hablaban en Concrete jungle. “Tenías que ser duro, si no eras duro te tiraban por la borda”, decía Bunny Wailer . “Con el éxito internacional nos ablandamos un poco, pero eso no duró mucho. Enseguida volvimos a ser duros”, remataba.
Entre 1973 y 1981, cuando Marley murió de un cáncer para el que no recibió el tratamiento recomendado porque se lo impedían sus creencias religiosas, se editaron otros siete discos de estudio de Bob Marley and The Wailers, además del directo Babylon by bus, en el que se recogían el sonido en vivo del grupo, que giró sin parar durante todo ese tiempo. Poco a poco, la figura de Marley se fue agigantando y el reggae, gracias a él, o por su culpa, depende cómo se mire, pasó de sonido marginal a música para chiringuitos playeros. A mediados de los ochenta sería reemplazado por el mucho más carnal y mundano dancehall como escena dominante en Jamaica. Pero, para entonces, el reggae ya era un sonido reconocible en todo el planeta. Y eso no hubiera sido así sin Catch a fire.