El artista triunfó en el Sant Jordi apelando a su normalidad y a una elemental simpatía
Tiene pinta de señor normal, tanto que pese a haber vendido millones de discos a lo largo de su dilatada carrera, en escena no se le podía distinguir del resto del cuarteto que le acompañaba. Iba como ellos de negro, y como con su guitarra solo hacía acordes podía diferenciarse de los demás alzando de tanto en tanto el brazo para enfatizar le melodía de estadio de The Last Night On Earth, primera canción del espectáculo y primera del disco que presentaba, Shine a Light. En el segundo tema, primer gran hit, el trotón Can’t Stop This Thing We Started, salió al frontal del escenario y ya sí, nadie pudo dudar de que se trataba de Bryan Adams, el pulcro rockero canadiense con canciones redondas como una gominola y audaces como una goma de borrar.
Sin llegar a llenar por completo el Sant Jordi, la buena entrada que registró su concierto, unas 12.000 personas, habló del mantenimiento de una popularidad que no todos pueden alcanzar. Cierto es que sus canciones son muy digeribles, pero eso no le resta mérito alguno. Ayuda también un aire campechano que entre otras cosas se expresó mediante chistes que no calificarían en las primarias de un concurso de humor, pero que muestran la cercana ausencia de complejidad de Bryan. Por eso sorprendió su celo de divo por mantener libre de fotos su perfil derecho, así como por exigir en un gesto de estrella la supervisión de las realizadas por los fotoperiodistas desde la izquierda, al parecer la parte más favorecedora de su rostro. Ni Sara Montiel.