En las calles de la colonia El Sol, uno de los primeros barrios que se formaron a fuerza de láminas y entre pantanos cincuenta años antes de que Nezahualcóyotl terminara siendo una ciudad con 1,2 millones de habitantes, los hermanos Sandoval siempre fueron las estrellas de rock. Para los vecinos curiosos es indiferente que se hayan tardado más de 10 años en lanzar su primer disco. Hijos del Sol es el primer álbum de su banda, Los Cogelones, tras una vida de festivales de barrio. Y el mensaje del punk en el que cuelan la suave percusión del teponaztli entre rugidos y distorsiones es claro: se van a cumplir 500 años de la entrega de Tenochtitlán a los conquistadores y es hora de despejar la larga noche de dolor que anticipó Cuauhtémoc.
Beto Sandoval llega al ensayo en la casa de sus abuelos después de pasar el fin de semana de retiro espiritual. Fueron cuatro días en la montaña, bailando en ayunas, meditando. Es el primero en llegar. “Me fui al valle como vamos siempre… esta vez se sumó el agradecimiento por el disco”, cuenta mientras juega con su larga melena. En la sala abarrotada de la casa familiar, su hermano Víctor canta y toca la guitarra, Marco, la batería y Adrián, el menor, toca el bajo. Beto se encarga de los vientos, soplando las ocarinas, y acompaña la percusión con un ancho tambo de madera hueca, un teponaztli. Con los amplificadores sonando en interferencia, la madre, un par de primos, tres perros y el vecino esperan que la música explote. Víctor grita:
– ¡Aquí sahumamos, no existe el covid!
Y donde debían venir las guitarras lo único que suena por unos segundos es la ocarina.
500 años, la canción que comienza en un silbido y deviene en grito de guerra contra siglos de racismo y expropiación, es uno de los temas más recientes del disco. “Nosotros no nacimos en el pueblo, somos de esta ciudad… de este pueblo urbanizado”, cuenta después Víctor. “Cuando empezamos a tocar en la ciudad nos chingaban por ser del barrio. Pendejadas. En vez de sentirnos avergonzados pensamos que ‘ni madres’, amamos el barrio, lo que somos. Reencontrarnos con nuestras raíces también, especialmente ahora que la cultura está toda conectada”.
Ciudad Nezahualcóyotl, en la periferia oriental de la capital mexicana, empezó a poblarse en 1940 por migrantes de otros Estados que buscaban trabajo en la capital. Unos cientos de hogares hechos de chapa y cartón entrados los cincuenta evolucionaron en más de un millón de habitantes a finales del siglo XX. En 2016 la Organización de Naciones Unidas catalogó a Nezahualcóyotl entre los cinco “barrios bajos” más grandes del mundo por su falta de acceso a servicios básicos y por mantener la densidad poblacional más alta de México: 17.500 personas por kilómetro cuadrado. “Mis abuelos llegaron aquí desde Oaxaca a hacer la casa con sus tres láminas. ¿Quién iba a querer vivir en estos terrenos salitrosos, pantanosos? Pues aquí llegamos”, dice Marco. “Neza significa resistencia. Es gente que ha crecido en la inmundicia, en el llanto, en las pérdidas. El barrio es eso”.
En uno de los municipios con mayor índice de criminalidad del Estado de México, donde las pandillas florecieron como la represión juvenil en los setenta, Víctor y Marco no recuerdan todas las veces que fueron detenidos por la policía. “La última nos la aplicaron chido. Nos acusaron de robar un celular y estuvimos dos días en el [penal] Neza-Bordo. Mi familia se endeudó para que nos soltaran”, cuenta Víctor.
La violencia policial es el tema central de uno de sus primeros temas, Hijos de puta, que compusieron hace ocho años y es el primer sencillo del disco.“La canción define esa rabia acumulada porque te paren y abusen por ser distinto. De que te busquen por como te vistes, que te revisen porque estás fumando”, explica Víctor. “Y no solo es la tira [policía], es el Gobierno, el vecino que se siente bien chingón por tener un cuete [pistola]”. “Al final los policías son los mismos de aquí del barrio güey”, agrega Marco. “Nos conocen, y eso es lo más culero. Al final el sistema te obliga a partirte la madre con el que era tu compa de la prepa. En esa canción decimos ya basta de enfrentar al barrio con el barrio”.
Ricardo, el vecino que se acerca a visitar, conoce a los Sandoval desde que eran chicos. “Vendían discos con su tío en el tianguis. El puesto de mi familia estaba al frente, nosotros vendíamos tenis”, cuenta durante el ensayo. “Mi tío tenía un puesto de películas con cine de arte y música. Nos enseñó un montón de cosas”, cuenta Víctor. “Cuando empezamos a ampliar esta casa, nos despertaba a las siete de la mañana con Los Ramones para que ayudemos. Somos rocanroleros desde morritos”, agrega Marco.
Los Cogelones es el nombre que se pusieron cuando eran eso, una banda de niños que soñaban con ser punks. “Éramos, como dicen… todo sexo, drogas y rocancrol”, acepta Beto. Y Víctor define: “El nombre nació por los coge-coge, esos bichos que se la pasan todo el día copulando y después terminan pegados. Nos divertía, pero ahora que tenemos un proyecto serio lo dejamos porque nosotros somos carnales, hermanos de sangre, si nos quedamos unidos así nos salen cosas chidas”.
La señora Rocío, madre de los cuatro, admite que le gusta más la música de sus hijos ahora que “se están dedicando de verdad y son serios”. Los Sandoval aún viven de chambas en la Central de Abastos y de dar clases de danza mexica en las escuelas del municipio, pero de a poco crece el sueño de vivir de la música. En diciembre del año pasado, antes de que vida social se pusiera en pausa por la crisis de la covid-19, Los Cogelones debutaron en su primer festival grande, el Radical Mestizo, en el Zócalo de Ciudad de México. Tocaron frente a las ruinas de lo que una vez fue el Templo Mayor de Tenochtitlán. “Fue un regreso a casa”, dice Víctor. “De ahí nos corrieron hace 500 años y que te abran la puerta y te digan ‘pase usted‘ fue algo muy especial”. La madre de los Sandoval empezó a ganarse el pan en esa misma plaza, vendiendo hot dogs a los oficinistas de los ochenta. “Desde ahí quisimos decirle al mundo que hemos despertado y que de aquí solo es para adelante”.